Daniel Martín Beisaga Gorvenia, natural de Cusco, nacido un 9 de septiembre de 1969, es el artista plástico y solista acústico que ha tejido su vida con pinceladas de dedicación y acordes de pasión. Desde las humildes calles de Cuesta Belén, donde pasó su infancia, hasta los pasillos del Colegio Nacional de Ciencias donde culminó su educación secundaria, Daniel ha vivido una vida marcada por la creatividad y la superación.Hijo de Salomón Beisaga Layme y Susana Gorvenia Quintanilla, Daniel se sintió atraído por la política, la poesía, la escritura y la guitarra, no solo hobbies, sino también refugios y fuentes de inspiración. Su viaje artístico comenzó con un simple dibujo en la escuela Rosario, donde una estricta profesora llamada Carmen no pudo ver el talento que Daniel escondía. A pesar de los desafíos, el cual fue un año escolar repetido y una infancia vivida solo con su abuela materna, su pasión por el arte nunca flaqueó.Fue en la escuela Túpac Amaru donde un profesor, Víctor Medina Farfán, reconoció su habilidad para dibujar y lo convirtió en el maestro no oficial de sus compañeros. Con cada trazo en la pizarra, Daniel enseñaba y aprendía, solidificando su sueño de convertirse en un gran pintor. Aunque su matrimonio temprano con Doña Emilia Rojas Latorre y la llegada de seis hijos pusieron a prueba su compromiso con el arte, nunca dejó de pintar, comenzando oficialmente el 20 de mayo de 1990.La vida de Daniel ha sido una paleta de experiencias, desde su participación en la congregación religiosa del Neocatecumenado, que le inculcó nobleza y valores, hasta las dificultades económicas que enfrentó. Pero con cada pincelada y cada nota tocada en su guitarra, Daniel ha ido construyendo una obra de arte viviente, su propia vida. Hoy, su arte es un testimonio de su viaje, una colección de momentos y emociones que invitan al espectador a ser parte de su historia, una historia de resistencia, amor y belleza inquebrantable.Desde los vibrantes albores de mi juventud, la pintura ha sido mi refugio y mi desafío. Durante 34 años, he enfrentado adversidades que han forjado mi carácter y mi arte; cada pincelada es un testimonio de una vida dedicada a la búsqueda de la belleza en medio del encierro. A pesar de las décadas transcurridas, sigo sintiendo que estoy en el comienzo de un aprendizaje sin fin, una odisea creativa que me lleva a explorar los rincones más recónditos de mi alma.En mi humilde taller, donde la soledad a menudo es mi única compañía, he luchado contra la incertidumbre y la duda. Pero es en esos momentos de introspección donde he encontrado la fuerza para avanzar. Mi pasión por la pintura se encendió en los finales de los 80, un deseo ardiente de plasmar visiones en lienzo, un sueño que ha persistido desde mi más temprana conciencia. A pesar de la reluctancia y el egoísmo que encontré en los artistas de aquel tiempo, hubo destellos de generosidad, como la ayuda inesperada del pintor Pedro Vera.Mi camino no me llevó por las aulas de la academia; mi realidad no me lo permitía. Sin embargo, seguí persiguiendo mi sueño con tenacidad, hasta que un grupo de amigos me presentó a un profesor de la Escuela de Bellas Artes del Cusco. Aquel encuentro fortuito me puso a prueba, y con un simple lapicero, dibujé un macetero y una canasta de frutas, mientras la vida académica bullía a mi alrededor. Superando el miedo y la vergüenza, completé mi tarea y, para mi sorpresa, fui reconocido por mi habilidad: "¡Sabes dibujar!", exclamó el profesor, y me invitó a unirme a la escuela como alumno libre.Sin embargo, el destino tenía otros planes, y una enfermedad me apartó de esa oportunidad recién descubierta. Me vi obligado a trabajar para sobrevivir, pero poco a poco reuní los materiales necesarios para mi arte. Y entonces llegó el día, un 20 de mayo de 1990, cuando por primera vez tomé un pincel, mezclé óleos y aceites, y enfrenté un lienzo que era el fruto de un experimento azaroso. Con un profundo temor y una alegría inmensa, me sumergí en un mundo desconocido que pronto se convertiría en mi hogar.Desde ese momento, mi vida ha sido una sinfonía de colores y emociones, una danza entre la luz y la sombra. Mis obras son el refleto de un espíritu que nunca se ha rendido, que encuentra en cada nuevo desafío una oportunidad para crecer. A través de mis pinturas, he conversado con el mundo, compartiendo historias de resistencia y esperanza. Y aunque el tiempo ha pasado, mi viaje como artista está lejos de terminar. Con cada nuevo amanecer, renuevo mi compromiso con el arte, con la vida y con el eterno aprendizaje que cada lienzo me ofrece.Mi viaje artístico comenzó con humildes observaciones, con la mirada fija en las pinturas que adornan las iglesias y los libros que caían en mis manos. Cada trazo, cada color, se grababa en mi mente, inspirando las primeras pinceladas que daba con ferviente pasión. Aunque el camino estuvo plagado de frustraciones, y a menudo una sola obra me demandaba más de una semana de dedicación, nunca dejé que el desaliento me venciera. En aquellos días, el mercado de San Blas era mi único escaparate, y aunque el fruto de mi esfuerzo apenas se intercambiaba por un kilo de azúcar, siempre regresaba al caballete. El arte era mi llamado, una voz que desde niño me impulsaba a perseguir la belleza y la expresión.Con el tiempo, mi vida tomó diversos rumbos; trabajé en una mecánica, serví en una entidad estatal, la municipalidad de Cusco, e incluso me aventuré en negocios que, aunque prometedores, terminaron en desilusión. Sin embargo, estas experiencias me enseñaron sobre la resiliencia y la fe, valores que encontré reflejados en mi participación en las comunidades neocatecumenales y en mi servicio como salmista. La música sacra se convirtió en otro de mis refugios, un complemento a mi arte que me permitía explorar la devoción y la poesía a través de la melodía.A pesar de los altibajos, mi compromiso con el arte nunca flaqueó. Continué pintando, cantando y escribiendo poesía, encontrando en cada una de estas disciplinas un medio para canalizar mi filantropía y mi amor por la humanidad. Agradezco profundamente a todos aquellos que han caminado a mi lado en este viaje: amigos, mentores y fieles seguidores. Una mención especial merece el Padre Nicanor, quien con su guía espiritual en la parroquia de Belén, y el Padre Venturo Miranda, de los Agustinos, cuya memoria bendigo, han sido faros de inspiración en mi vida.Hoy, mi arte es un testimonio de mi historia, una colección de momentos y emociones que he vivido y compartido. Cada obra es un capítulo, cada canción un verso, cada poema un suspiro de mi alma. Invito a todos a ser parte de esta narrativa, a explorar las profundidades de la expresión humana y a encontrar, quizás, un reflejo de su propia historia en la mía. Gracias por ser parte de este viaje, por su apoyo incondicional y por creer en el poder transformador del arte.